domingo, 25 de mayo de 2014

El gran daño de la religión

Acabo de leer la columna con el mismo título del 23 de mayo de Claudia Cisneros. Creo que hay algunas imprecisiones en esta columna y me gustaría comentarlas. En primer lugar, la religión es identificada con la práctica de algunos creyentes en el contexto del debate del proyecto de ley en favor de la unión civil. De esta circunstancia que, evidentemente merece toda atención, y por supuesto, una resolución que beneficie al bien común, se deduce que la religión es nefasta porque impide pensar. Este razonamiento no se sigue aún cuando se presente un caso tan delicado como el que tenemos entre manos y frente al cual algunos creyentes han mostrado su intolerancia. Además, puede incluso resultar una manipulación de la sensibilidad el recurrir a una situacion como la presente para concluir que la religión es dañina. Quiero decir que no sólo la conclusión es inadecuadamente deducida, sino que es oportunista y nos distrae. 
Si lo que se quiere cuestionar es la función de la religión en un contexto democrático, que se ponga en evidencia la fragilidad de los argumentos como puede ser el recurrir a citas bíblicas que no vienen al caso para oponerse a la unión civil. Yo mismo estaré de acuerdo con críticas de este tipo. Pero habría que cuidar el no hacer una reducción del fenómeno religioso como respuesta al hecho de que algunos creyentes tengan una visión estrecha de la realidad y de su propia fe.
Las religiones, es verdad, han inspirado fundamentalismos. Y aunque este fenómeno sea común a las diferentes religiones que circulan en el mundo, el fundamentalismo es inherente al ser humano y no a la religión. Por lo tanto, la limitación para pensar con espíritu crítico y libre es una característica del ser humano habitado por pasiones sobre las cuales no sabe cómo proceder. Decir con tanta simplicidad que la religion "mutila despiadadamente" las mentes de los seres humanos es precipitado y, por lo tanto, no ayuda a ver con realismo el problema de un género humano que no siempre esta a la altura del discernimiento necesario de sus afectos y sus pasiones. En este sentido, aunque no lo haya sostenido Claudia Cisneros, no es, pues, cierto que todas las intolerancias de la historia se deban a alguna religión. 
La religión también ha cumplido una función de animación espiritual y de juicio moral de la historia. Sobre esto no voy a ocuparme ahora, pero lo subrayo porque argumentar en contra de la religion, o de cualquier hecho que forme parte de la vida de la comunidad, merece una mayor precisión. Hacer lo contrario equivaldrá a negar un hecho que está también frente a nosotros.
Pero en la columna que he leído, lo que me parece más difícil de sostener es esta especie de libertad en el nombre de la libertad. Claudia Cisneros comienza argumentando desde una perspectiva moral la incapacidad de la religión como modelo de conducta y luego, en un giro sorpresivo de carácter ontológico, defiende la libertad como "ejercicio de individualidad que contribuye más a la universalidad que la pretendida por el pastor y sus ovejas". No veo cómo. ¿Cuáles son las mediaciones sociales a través de las cuales pensar por sí mismo contribuye a la universalidad? ¿Cómo defender la libertad sin pensar en sus condiciones de posibilidad? Una cosa es ser auténtico y estoy muy de acuerdo con abonar argumentos a su favor; otra muy distinta es pretender pensar como si el mundo hubiese comenzado conmigo. Hasta la filosofía más banal reconocerá que la libertad es siempre contextualizada porque obedece a un ejercicio aprendido en una sociedad. Al rechazar tan polarizadamente la religión, acaso la primera forma de socialización, parece desaparecer frente a nosotros toda dimensión comunitaria como si el ser humano dependiese de sí y sólo de sí. En otras palabras, la sociedad no es el enemigo del individuo, sino quien lo acoge y lo incorpora a un modo de vida. Mutatis mutandi, la religión es también una expresión de la dimensión social y comunitaria del ser humano. Lo lamentable es que en nombre de una religión, cualquiera sea ésta, se practiquen conductas que atentan contra el bien común. Pero en el Perú no se practica ninguna religión. Se conoce mayoritariamente el catolicismo, pero de allí a decir que es una religión practicada estamos bien lejos. 

sábado, 17 de mayo de 2014

La verdad refresca

No es una publicidad a Sprite, pero el slogan me hizo pensar en algo que no tiene nada que ver con la gaseosa ni con su consumo. Pensé en la frase evangélica, y específicamente joánica, que dice "la verdad los hará libres". El evangelio asigna una función a la verdad no sólo en el resultado, sino en el proceso. Quiero decir que la verdad importa tanto para la conseguir la libertad como para el proceso de liberación. Es pues una digna función.

Pero aquí tenemos un problema. La sociedad habla del valor de la verdad como si ésta sólo consistiese en tener el coraje de exhibir públicamente la vida privada. Y no sólo la propia, por cierto, sino también la de los otros que por desgracia aparecieron en el camino del ocasional testigo. En la hermenéutica bíblica, éste sería un falso testigo y un falso testimonio porque no persiguen el bien común. La verdad en el universo judeo-cristiano no es un concepto aprendido como aprendemos una fórmula matemática, la belleza de una obra de literatura o un concepto. La verdad sería más bien un ejercicio comunitario a través del cual se construye el bien común. Sí, la verdad en el contexto judeo-cristiano es un ejercicio cívico y ciudadano a través del cual la historia se acerca más de una noción ideal de sociedad. Por eso, la verdad apareció pronto como una relación. Pero ¿en qué consiste este ejercicio?

Pienso que este ejercicio es una disciplina espiritual. Es disciplina porque reclama que dirijamos nuestra energía vital hacia la construcción de una fraternidad universal. Y es espiritual porque debe estar desasida de todo ego que traicionaría al bien común. Esta verdad libera, pero está tan lejos de nosotros como el proyecto ideal de una ciudad lo está de nuestra realidad. Con esto no quiero decir que la verdad sea irrealizable; sólo estoy explicando que ella es una conquista, cierto, pero no sólo personal. Tomar conciencia de las implicancias de la verdad y saber que todos participamos en la construcción de la misma podría hacer cambiar nuestra manera de estar en la vida. Si me dedico a defender "mi verdad" no estoy defendiendo nada, sólo trato de justificarme. ¿Y por qué justificarme? Porque estamos expuestos y nos sabemos frágiles. Frente al riesgo de sólo justificarnos tenemos que aprender a conversar con la idea de hacer más divertida esta conversación y esto ocurrirá si tomamos en cuenta que podamos llegar a acuerdos. Otra conversación sería perder el tiempo y aburrirse.

sábado, 10 de mayo de 2014

La Iglesia frente al juicio de la historia

En días pasados, el Papa Francisco canonizó a los Papas Juan XXIII y Juan Pablo II. En términos generales, la Iglesia ha celebrado este acto con el cual se nos ofrecen dos figuras que, cada cual a su modo, contribuyeron con la Iglesia. 

Lo cierto es que este gesto del Papa, junto con otros que están caracterizando su pontificado, son una invitación a pensar en qué deviene esta institución tan antigua, arraigada en la cultura y tan cuestionada últimamente. Cuando hace un par de meses recordaban los medios de comunicación el primer año del Pontificado del Papa Francisco, leí en un diario local una columna en la que se sostenía poco menos que este Papa no había hecho nada sino sonreir. Me parece que este es un juicio tan severo como alejado de la realidad. 

El Papa Francisco ha puesto en marcha un conjunto de dispositivos cuyos resultados todavía no estamos en condiciones de evaluar, pero no me cabe duda que hay un aire nuevo que puede poner las condiciones para volver a abrir a la Iglesia al mundo y éste a aquella como ocurrió en el Concilio Vaticano II. Al mismo tiempo, hay gestos frente a los cuales no podemos sentirnos indiferentes. Los gestos, apreciados en el contexto de la comunidad que se dice creyente, son una interpelación permanente y una invitación a reconocer qué tan lejos podemos haber puesto de nuestra práctica cotidiana la fe en los evangelios donde, una y otra vez, se nos ponen delante los marginados, los últimos o, como se les llama también, los insignificantes. Por supuesto, son los insignificantes para una cultura que ha creado un sistema en el que todas sus operaciones traen consecuencias de las que no es capaz de hacerse cargo. 

Pero ¿en qué deviene la Iglesia? Negar el hecho de una crisis en la Iglesia sería tapar el sol con un dedo. La crisis es un resultado histórico en el que pueden distinguirse diferentes causales. Quizás la más dramática y menos explorada es la que resulta como consecuencia de un Concilio nunca suficientemente ponderado y casi siempre poco o mal leído. La intuición que tuvo Juan XXIII al convocar el Concilio fue la de crear condiciones de apertura. La Iglesia podía entonces dejar de ser el otro antagónico del "mundo" que se ubicaba siempre frente a él y ponía las condiciones para estar en el mundo animándolo desde su interior. Pero esto suponía re-pensar la Iglesia y la Iglesia necesitaba este tiempo para ella. El extenso pontificado de Juan Pablo II tuvo otras prioridades, acaso no menos importantes, pero la exigencia del Concilio, es decir pensar la institucionalidad de la Iglesia, quedó como una tarea siempre pendiente. Tarde o temprano, el juicio de la historia debía pasarnos su factura. América Latina despertó en aquel tiempo posconciliar todo su entusiasmo e inició una tarea inspirada en el Concilio, pero sus esfuerzos no fueron comprendidos simplemente porque sus intuiciones habían quedado desfasadas en medio de una nueva gestión eclesial.

Ser lo que la Iglesia es, quiero decir, una institución que busca actualizar el evangelio (sin haber negado jamás sus limitaciones) ha devenido en una dificultad. Ella debe ser mediación, pero su conciencia propia puede, en algunos casos, hacerla impedimento. Ella fue siempre una institución de seres humanos, pero hoy ha dejado que la mundaneidad sea parte suya. No pretendo satanizar al mundo. Todo lo contrario. La Iglesia sólo se salvará si el mundo se salva con ella, pero la mundaneidad es este conjunto de decisiones que ya no se disciernen y que provocan que la Iglesia ceda ante el poder como dominio, la pobreza como pretexto o la castidad como solipsismo.

Los gestos del Papa Francisco nos invitan a pensar en la Iglesia. El ha canonizado a dos papas que, entre sí, sólo tienen en común el carisma y el amor por la Iglesia. Se han canonizado dos formas de estar en la Iglesia, pero que nadie crea que fueron perfectos o que sus políticas ecclesiales lo fueron. El santo es el primero en reconocer sus faltas y tal vez podamos tener conciencia de otras, pero este momento de la historia llama a ponerse en movimiento. Tenemos tarea pendiente que no debería seguir esperando.