Para quienes tenemos aprecio por dos eminentes instituciones es lamentable escuchar en estos días el desenlace de un conflicto que se ha ido avivando a lo largo de los últimos años. Una forma, que me atrevo a llamar clásica, de entender la existencia es a través del conflicto. En el conflicto se confrontan dialécticamente dos posiciones y esta situación tenderá a prolongarse hasta el momento en que una de ellas absorba a la otra. Sería un error pensar que una posición pudiera triunfar sobre la otra. La resolución del conflicto no produce ganadores sobre todo cuando el tiempo ha sido suficientemente distendido como para desgastar personas e instituciones. Esto es lo que más temo en esta situación.
Es cierto que no se puede, ni se debe, rehuir al conflicto porque forma parte del ejercicio en el que buscamos pensar nuestra manera de vivir y de cohabitar. Cada día nos confrontamos con circunstancias de esta índole que revelan "grosso modo" que "éste tiene algo que entiendo me pertenece" y sólo habrá paz cuando haya cesado este deseo por obtener aquello o cuando, en efecto, se haya obtenido: esta es la resolución del conflicto y equivale, insisto, a la absorción de una posición respecto de la otra. Aunque sea ineludible encontrarnos en posiciones antagónicas, esto no impide pensar de qué modo momentos críticos como éstos permiten desarrollar estrategias para sacar de ellos lo mejor que puedan dar. Claro, no hay que ser iluso, este saludable aprendizaje sólo puede realizarse una vez que la ola y las secuelas de ésta han menguado.
Estamos en el momento más álgido de este problema y es comprensible que uno conceda más credibilidad a una posición que a otra. No se puede ser neutro. Salvo que uno sea Dios, la neutralidad hasta tendría visos de soberbia, pero no es necesario explicitar siempre esa posición. Mi interés es otro y quisiera expresarlo como temores que hace falta razonar.
Temo que la Universidad Católica pierda la oportunidad de pensar la Iglesia o de ayudar a hacerlo. Es necesario trascender el conflicto e interrogarse cómo es todavía posible que el mensaje de la Iglesia sea transmisible a otros. La PUCP puede pensar desde dentro la identidad de una institución que le presta más que el nombre, le presta una responsabilidad.
Temo que la Iglesia pierda la oportunidad de pensar en la formación humana que se realiza desde la academia y se concreta con solvencia en otras instituciones. Es necesario trascender el conflicto y preguntarse cómo participar creativamente en un proceso de formación en el que los alumnos deben cultivar responsablemente su libertad haciéndose cargo de un destino y de un país. La Iglesia puede pensar desde el exterior y desde la diferencia una institución que pueda contribuir todavía más y mejor con las preguntas que nos hacemos cada día.
Pero por encima de todo, temo que este conflicto diluya buena parte de la credibilidad de la que gozan estas instituciones. Y en este sentido, no sólo no debe evitarse el conflicto; hay que saber estar en él, manteniéndose dignamente por encima de él, teniendo como criterio la prohibición de acusar con falsas razones o, lo que sería peor, de involucrar a más actores con el fin de politizar en el peor sentido de la palabra este problema. La política, lo diría de algún modo Levinas, se transformaría rápidamente en un modo operatorio falaz: sólo importaría el poder para aplastar a éste que hoy se atraviesa en mi camino. Nada sería más perjudicial para la credibilidad.