En la encrucijada de la PUCP hay argumentos que no sólo no ayudan; son suicidas y no precisamente por hacer honor a la verdad. El último artículo de Miguel Giusti (3 de setiembre, diario La República) adolece de pertinencia por falta de objetivación.
Según el artículo, sorprende que una institución en crisis como la Iglesia tenga la posibilidad de influir incluso en política. Tal situación, se aduce, no se imagina en otros países que han desarrollado una conciencia histórica de otro tipo. Inquieta sin embargo la argumentación que hace una caricatura de la Iglesia corriendo así el riesgo enredar el debate.
Miguel Giusti pasa del tema de fondo a la crisis de la Iglesia ¿por los escándalos sexuales? Imposible negar la crisis, pero los abusos son un síntoma y analizarlo es una tarea que requiere esprit de finesse. La crisis de la Iglesia comenzó mucho antes y no precisamente por estas razones. Cuando tomamos la parte por el todo dibujamos una caricatura, provoca risa, pero sólo se aproxima a lo representado.
Ha habido escándalos en la Iglesia. Sin embargo, convendría revisar algunas estadísticas que no expongo por pudor y respeto a las víctimas. Sin justificar de ningún modo tamaña barbaridad, me contentaré con decir que no se trata “masivamente” de los sacerdotes. Ese adverbio transforma el argumento en una falacia. Aunque el nombre de esta falacia es “generalización”, la reiteración irresponsable constituye una mentira. No cabe duda, quien pertenece a la institución puede lamentar con más sentido esta vergüenza, porque entiende la gravedad de los hechos frente a las víctimas. En el artículo se refleja más bien cierto aire de suficiencia porque banaliza los hechos cargándolos alegremente a la cuenta de una institución sin comprometerse con lo que está en juego. Se ignora una realidad que excede con mucho la brutalidad de algunos pseudo-sacerdotes y que obedece a una profunda inconsciencia colectiva de los modos operatorios de nuestra sexualidad y de nuestro deseo en la cultura contemporánea.
Aun suponiendo que los reclamos contra una persona fuesen justificados, el recurso a la ferocidad argumentativa, propia de nuestra ciudad llena combis, no hace otra cosa que poner en riesgo un debate e incluso la posibilidad de permitir que la historia le de la razón. El artículo no puede ser menos oportuno y transparenta una falta de discernimiento.
No viene al caso defender a la Iglesia, como tampoco viene al caso la crítica. Obviamente la Iglesia tiene cosas que resolver pero, al limitado análisis de Giusti, habría que añadir que, en el Perú, no esperamos en las instituciones, nos desesperamos con ellas y así traicionamos el sentido histórico de los procesos de conciencia. Las crisis que ha vivido el país se deben también a la fragilidad de sus instituciones y a la incapacidad para pensarlas hasta sus últimas consecuencias. Mucho más sencillo es afirmar que siempre fueron una ruina y suprimir todo compromiso. En este sentido, sorprende una visión de la Iglesia tan pobre. Ella aparece como clerical, irracional, patológica, y finalmente, ajena a la historia. La honestidad intelectual reclama algo menos de mezquindad con procesos históricos eclesiales de revolución social que muchos, más bien, temen.
La situación de conflicto exaspera, pero un texto escrito constituye una situación privilegiada de distancia con relación a sí mismo y a los sentimientos encontrados. Cada texto permite objetivar. Esa distancia es sana espiritualmente, es el momento de la honestidad consigo mismo para aceptar que la razón puede entramparse. No se puede salir de esta encrucijada apelando a esta agresividad porque eso es ceder ante el ego atrapado en la dialéctica. La razón debe trascender comprometiéndose con cada palabra en debate. Objetivar un sentimiento supone un compromiso con la existencia, con la mía, pero también con otra. Pero esto lo sabe Miguel Giusti mejor que nosotros.