Una de las
cosas que más aprecio de la filosofía de Emmanuel
Levinas es su forma de leer un texto. Levinas solía exponerse a la aspereza de
la letra para arrancarle su sentido. Su esfuerzo fue recompensado porque no fue un literalista (ese defecto pseudo-hermenéutico que se sigue de la
literalidad). Se acercaba tanto de los textos que lograba poner al descubierto
lo que los inspiraba.
Pero ¿cómo es
posible hacer este ejercicio de interpretación que la filosofía llamará “hermenéutica”?
Sin duda, hay que estudiar las condiciones del texto. Para mostrar el interés que
tenía el estudio para Levinas, una persona cercana al filósofo me contaba una
anécdota muy ilustrativa. Levinas era un judío muy observante. Nunca faltaba
cuando la comunidad judía se reunía para la oración semanal, pero se
descomponía cuando el rabino usaba más tiempo del debido en la oración en
detrimento del tiempo para el estudio. Simplemente no lo soportaba. Aunque el
ejercicio de la razón pueda ser “luciferiano” por orgullo, soberbia o
autosuficiencia, el estudio fue para Levinas fundamental. Cada texto religioso
requería un trabajo acucioso para desentrañar el sentido que se escapaba entre
los intersticios de las letras.
Los textos
religiosos constituyen en las religiones una dimensión positiva. Quiero decir
que, junto con la experiencia de lo sagrado, los textos son un hecho sobre el
que las religiones emergen y se estructuran. Y esto es realidad no sólo para
las religiones del Libro (Judaísmo, Cristianismo e Islam), sino para todas.
Ahora bien, si seguimos acercando el zoom, podríamos decir que la Iglesia
Católica posee una realidad institucional compleja porque descansa no sólo
sobre la Biblia, sino sobre lo que la Biblia ha suscitado en su historia. Me
refiero pues a un ejercicio de memoria institucional en el que intervienen
tradición y magisterio. Frente a esto, hay un tema teológico de fondo y es
éste: cómo es posible que el magisterio invente y haga crecer a la Iglesia
conservando su fidelidad al Libro. Y cómo hacerlo sin ahogar al Espíritu que
sopla entre las letras del Texto. Las epístolas de San Pablo o los Hechos de
los Apóstoles constituyen una excelente manifestación del modo como se
disciernen nuevos rumbos desafiando sobre todo a las mentalidades del tiempo.
Hoy más que
nunca hace falta que la Iglesia se haga ilustrada, que se tome el tiempo para
leer y escrutar lo que dicen los textos, que haga hermenéutica; de esa
hermenéutica que es actual porque hace de la historia su lenguaje corriente. Así
se mantendrá viva la esperanza en que el Espíritu inspirará a cuantos se acerquen
al Libro.
La Iglesia de todos los bautizados tiene que aceptar pensarse y volver incansablemente al trabajo de interpretar el Libro. El Libro da a la Iglesia su sentido último porque nos congrega, esto quiere decir que su contenido no estará en ningún caso contenido en la cabeza de ninguno de nosotros. Si lo leyéramos juntos, el Espíritu seguiría profetizando hasta en nuestras decisiones más cotidianas: “Tomé el libro de la mano del ángel y lo comí. Y resultó dulce como la miel en mi boca, pero cuando lo tragué, se llenaron mis entrañas de amargor. Y alguien me dijo: tienes aún que profetizar…” (Ap 10,10).
La Iglesia de todos los bautizados tiene que aceptar pensarse y volver incansablemente al trabajo de interpretar el Libro. El Libro da a la Iglesia su sentido último porque nos congrega, esto quiere decir que su contenido no estará en ningún caso contenido en la cabeza de ninguno de nosotros. Si lo leyéramos juntos, el Espíritu seguiría profetizando hasta en nuestras decisiones más cotidianas: “Tomé el libro de la mano del ángel y lo comí. Y resultó dulce como la miel en mi boca, pero cuando lo tragué, se llenaron mis entrañas de amargor. Y alguien me dijo: tienes aún que profetizar…” (Ap 10,10).