lunes, 14 de mayo de 2012

A propósito del P. Gastón Garatea


Una de las cosas que más aprecio de la filosofía de Emmanuel Levinas es su forma de leer un texto. Levinas solía exponerse a la aspereza de la letra para arrancarle su sentido. Su esfuerzo fue recompensado porque no fue un literalista (ese defecto pseudo-hermenéutico que se sigue de la literalidad). Se acercaba tanto de los textos que lograba poner al descubierto lo que los inspiraba.

Pero ¿cómo es posible hacer este ejercicio de interpretación que la filosofía llamará “hermenéutica”? Sin duda, hay que estudiar las condiciones del texto. Para mostrar el interés que tenía el estudio para Levinas, una persona cercana al filósofo me contaba una anécdota muy ilustrativa. Levinas era un judío muy observante. Nunca faltaba cuando la comunidad judía se reunía para la oración semanal, pero se descomponía cuando el rabino usaba más tiempo del debido en la oración en detrimento del tiempo para el estudio. Simplemente no lo soportaba. Aunque el ejercicio de la razón pueda ser “luciferiano” por orgullo, soberbia o autosuficiencia, el estudio fue para Levinas fundamental. Cada texto religioso requería un trabajo acucioso para desentrañar el sentido que se escapaba entre los intersticios de las letras.

Los textos religiosos constituyen en las religiones una dimensión positiva. Quiero decir que, junto con la experiencia de lo sagrado, los textos son un hecho sobre el que las religiones emergen y se estructuran. Y esto es realidad no sólo para las religiones del Libro (Judaísmo, Cristianismo e Islam), sino para todas. Ahora bien, si seguimos acercando el zoom, podríamos decir que la Iglesia Católica posee una realidad institucional compleja porque descansa no sólo sobre la Biblia, sino sobre lo que la Biblia ha suscitado en su historia. Me refiero pues a un ejercicio de memoria institucional en el que intervienen tradición y magisterio. Frente a esto, hay un tema teológico de fondo y es éste: cómo es posible que el magisterio invente y haga crecer a la Iglesia conservando su fidelidad al Libro. Y cómo hacerlo sin ahogar al Espíritu que sopla entre las letras del Texto. Las epístolas de San Pablo o los Hechos de los Apóstoles constituyen una excelente manifestación del modo como se disciernen nuevos rumbos desafiando sobre todo a las mentalidades del tiempo.

Hoy más que nunca hace falta que la Iglesia se haga ilustrada, que se tome el tiempo para leer y escrutar lo que dicen los textos, que haga hermenéutica; de esa hermenéutica que es actual porque hace de la historia su lenguaje corriente. Así se mantendrá viva la esperanza en que el Espíritu inspirará a cuantos se acerquen al Libro. 


La Iglesia de todos los bautizados tiene que aceptar pensarse y volver incansablemente al trabajo de interpretar el Libro. El Libro da a la Iglesia su sentido último porque nos congrega, esto quiere decir que su contenido no estará en ningún caso contenido en la cabeza de ninguno de nosotros. Si lo leyéramos juntos, el Espíritu seguiría profetizando hasta en nuestras decisiones más cotidianas: “Tomé el libro de la mano del ángel y lo comí. Y resultó dulce como la miel en mi boca, pero cuando lo tragué, se llenaron mis entrañas de amargor. Y alguien me dijo: tienes aún que profetizar…” (Ap 10,10).