¿Qué
decir del ser humano desde la espiritualidad? La espiritualidad es el sentido
de profundidad en nuestra vida. Al margen de toda religión podemos decir que
somos espirituales y esto no quiere decir, como alguna vez lo fue, que tenemos una
parte que llamamos espíritu, sino que somos espirituales, es decir que nuestras
operaciones y elaboraciones son humanas porque son espirituales, es decir
porque están revestidas de una tensión que va más allá de la contingencia o de
la singularidad. No se entendería de otro modo por qué aspiramos a hacer declaraciones
de carácter universal, sino es porque reconocemos y celebramos la capacidad de
aspirar y de esperar. De este núcleo espiritual surgen las grandes aspiraciones
en el ser humano.
Hace
unos días conversaba con una persona acerca de la situación de los 43 jóvenes
desaparecidos en México (Ayotzinapa), pero también de lo que se multiplica en nuestro
propio país: narcotráfico, sicariato, corrupción y sobre todo la implícita aceptación
de estos males con frases tantas veces repetidas como “aquel roba pero hace
obra”. ¿Qué dice esta frase acerca del ser humano?
1.
Primera hipótesis, en una visión nihilista: la frase aludida quiere decir “simplemente
me tiene sin cuidado lo que haga el otro”.
2.
Segunda hipótesis, en una visión pragmática: significaría “sólo me interesan
los productos”.
3.
Tercera hipótesis, en una visión autoreferencial: querría decir “yo hago lo
mismo, también robo”.
Podría
seguir este ejercicio para imaginar tantas otras hipótesis; todas ellas
reflejarán, sin duda, un pesimismo y, al mismo tiempo, harán más terrorífica la
visión de la realidad. Pero incluso este pesimismo muestra que el ser humano no
está hecho para cometer estos actos. En efecto, no los reprobamos solamente
porque son intrínsecamente malos, sino sobre todo porque no podemos
reconocerlos como propios de una especie llamada desde el más allá.
La
espiritualidad es transitar “más allá” y estar referido al “más allá”. Pero más
allá de qué. De mi propia particularidad, de mi propio discurso, de mi propia
conciencia, de los límites de mi propio mundo. Es decir de todo lo que pone en
riesgo la posibilidad de crear una sociedad. Levinas se ha referido a este primer
hecho como un “egoísmo ontológico”. Y dice además que este egoísmo no se
refiere a la moral, es decir no es fruto de una decisión. El ser humano se mira
y en este gesto experimenta el placer de regodearse consigo mismo. Pero en este
egoísmo que podríamos llamar de nacimiento hay también una experiencia
espiritual innata que consiste en estar iluminado desde dentro, como abierto
desde el interior permitiendo así que seamos permeables al “más allá” del que
está del otro lado de mi particularidad.
Frente
a realidades como las que vemos a nuestro alrededor, la pregunta insoslayable es
si no nos encontramos ante el fin del mundo, si no estamos llegando al final de
algo, si no estamos confrontándonos con situaciones límites que se desbordan.
De
alguna manera el ser humano está hoy en una situación de peligro mayor que la
que vimos o aprendimos antaño. No me refiero sólo al deterioro del ambiente,
sino a la posibilidad de vivir el ocaso de una especie que corre graves
peligros si rechaza lo que lo ha conducido hasta este momento de su historia.
El ser humano ha sido capaz de crear civilizaciones con todo lo que ello supone; también ha desmontado los relatos que lo sostenían, es verdad que con artificios, pero todavía no ha sido capaz de proferir las palabras o de producir las narraciones que lo distinguen como unidad espiritual que camina de pie, que se eleva por encima de la tierra que pisa porque aspira y espera. Me atrevo a sugerir que la nota característica de la espiritualidad del ser humano es sobre todo esperanza. La “desesperación puede ser asimilada a una verdadera autofagia espiritual (Marcel: 55), a un ejercicio todavía suficientemente narcisista y con gran potencia para destruir. Y a su vez, la esperanza supone exceder todo condicionamiento, todo aquí y ahora; y no se tratará de una solapada forma de negar la facticidad de lo inevitable, sino precisamente la afirmación absoluta de la vida que responde al infinito: “hay que subrayar –señala Marcel- decididamente cuál es el único resorte posible de esta esperanza absoluta. Se presenta como respuesta de la criatura al ser infinito al que tiene conciencia de deber todo lo que es y de no poder, sin desvergüenza, poner una condición, cualquiera que fuera” (Marcel: 58). Todavía profundizará Gabriel Marcel en esta idea luminosa para preguntarse, sin ápice de socarronería, si no es desesperar declarar que Dios (la trascendencia, el infinito, el Otro no asimilable) se ha retirado de mí (Marcel: 58). Quisiera todavía explicar que la espiritualidad no es una abstracción, porque sólo hay esperanza cuando el ser humano se reconoce como mucho menos que una abstracción, como una encarnación de un más allá que se hace patente para hacer civilizaciones sin violencia, sin mentira, sin envidia. La abstracción está en los males que padecemos, en los sujetos que se abstraen de su condición para robarnos un pedazo de nuestra vida civilizada, pero nunca nuestra esperanza.