domingo, 21 de febrero de 2016

Robando el cielo

Toda religión tiene alguna noción análoga a la salvación. En términos muy elementales, la salvación es una situación específica de felicidad incomparable. Para acceder a la salvación, las religiones se articulan en torno a tres mediaciones características: una comunidad, una ley y un camino. En efecto, como señaló Michel Meslin, toda religión se aglutina en torno a una comunidad, se estructura en virtud de una ley y ofrece un sentido, un camino. Estas tres mediaciones se agrupan para orientar al creyente hacia un fin determinado que hemos convenido en llamar "salvación". 

Hay que decir que las religiones no han inventado el sentido último de salvación. Se trata de un "dispositivo" propio del ser humano. Me atrevería a decir que existe una regla de proporcionalidad: tanto más experimenta el ser humano su estado de contingencia, de finitud tanto más aspira a un sentido que está más allá de dicha experiencia. No se trata de una simple negación de la contigencia a través de un juego de inversión. La finitud misma alberga un más allá sin el que no sería posible reconocerse como contingente. Esto es precisamente lo que llamamos sentido: junto con el hecho de la conciencia de la contigencia sobreviene un sentido último. Es decir, en un hecho de contingencia viene el hecho de su exceso como reverso de lo mismo. Ese exceso que albergamos es lo que anuncia el deseo de salvación.


La salvación puede expresarse en términos de un conocimiento profundo de sí mismo o como una vida después de la muerte, pero lo cierto es que, estas nociones reflejan que existe una esperanza muy propia del género humano y que revela un intenso deseo de felicidad.


Pero ¿a quién parece importar la salvación en nuestro tiempo? ¿Alguien se atormenta acaso con la posibilidad de los horrores de la condenación? ¿Alguien pierde el sueño imaginando cómo hacer para salvarse? ¿Alguien ha conservado este deseo de exceso que va más allá del hecho de la contingencia? En efecto, la respuesta es no. En algún sentido, debemos alegrarnos de saber que no nos atormentamos con la idea de la condena. Pero la salvación, como deseo y deseo de excedencia, ¿no se ha perdido también?¿Acaso hayamos encontrado la forma de responder a este deseo que excede nuestra finitud o contingencia? Y si es así, ¿qué es lo que lo habría reemplazado? En la mayor parte de los casos, ese deseo ha sido reemplazado por productos, constructos, objetos y cosas que parecen robar el deseo de exceso y lo llenan a pesar de que este no se identifica con ninguna de las cosas, objetos, constructos o productos que han venido a saturar nuestra vida. 


Más allá de Freud, el ser humano es deseo. Este revela, es verdad, una carencia, una finitud, pero lo hace porque evidencia un apetito por un más allá. Alguno podría decir que se trata de un espejismo y que del hecho de desear un más allá no se sigue que éste exista. Es verdad, pero hay que reconocer que las sociedades contemporáneas han producido un conjunto de objetos a la medida de este deseo para ofrecer un bálsamo, y eso da que pensar. Lo que hacen las religiones es insistir en que este deseo es un hecho y que es también un hecho experimentarlo, pero pretender satisfacerlo con lo que producimos nosotros mismos (como lo hace la sociedad de consumo) no es más que un esfuerzo banal por tapar una realidad que ha producido admiración desde siempre. 

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