1. Hay una revolución en proceso; la hemos visto constituirse y poco a poco vemos cómo se despliega. El Papa Francisco no hace ruido. Instaura gestos con profundo sentido simbólico. Algún periodista un tanto pesimista dejaba entender que este Papa sólo sonreía, pero no es así. De los distintos gestos que hemos visto, los que más llaman la atención son aquellos que muestran la urgencia de abrir, una vez más, la Iglesia al mundo, es decir Iglesia puede dejar caer los juicios morales sobre las personas. Este gesto evangélico es central porque sólo puede haber diálogo cuando se suspenden los juicios morales que pesan sobre los demás. Este dispositivo, es mucho más que una sonrisa; es lo que el concilio había propuesto como el modo propio de la Iglesia de estar en el mundo. Con el Papa Francisco estamos reencontrando un estilo propuesto por el último concilio, pero no hay vuelta atrás; esta revolución está produciendo una conciencia nueva, una identidad nueva, una esperanza nueva entre creyentes en un Dios que está por encima de las diferencias culturales y religiosas.
2. Esta revolución no es una amenaza. Una revolución supone poner en cuestión un statu quo. Tengo ganas de decir que el Papa Francisco está cuestionando una forma de vivir en automático. Y es que en efecto, pienso que la Iglesia se acostumbró a hacer vivir un sistema que caminaba al lado de la historia y del mundo. Cuando digo "al lado" quiero decir que caminaba en una línea paralela sin mayor posibilidad de encuentro. La Iglesia, más que cualquier institución, sabe que el mejor modo de conservarse como interlocutor válido del mundo, de su historia y de su política es poniendo en cuestión sus propios olvidos o negligencias con respecto al evangelio que profesa.
En este sentido, San Juan XXIII, poco antes del concilio Vaticano II, hablaba de una Iglesia pobre y de los pobres como lo ha hecho, con insistencia, el Papa Francisco. ¿Qué hay en la pobreza que pueda ser relevante? Carencia, abandono, testimonio. Ella es la condición que hace posible esta revolución. En primer lugar porque hace mirar en dirección de la única posesión relevante: Dios. En segundo lugar porque recuerda una comunión con el género humano más allá de todas las cosas que le ponemos encima. De esta pobreza emerge algo nuevo: fraternidad. En tercer lugar porque nos hace descubrir que no nos debemos a nada de lo que tenemos. La pobreza engendra nuestra libertad. ¿Por qué temer a una revolución de este tipo? Estas tres razones (sólo ejemplos) ¿no son acaso las piedras de toque de un reino, de esta utopía que cualquiera en su sano juicio querría?
3. Estoy de acuerdo, hay fuerzas ultraconservadoras que están en campaña y si no las miramos cara a cara se escurrirán por nuestra espalda para frenar cualquier cosa que sepa a novedad. Las palabras de Jesús en el Apocalipsis ("hago todas las cosas nuevas") son demasiado grandes. Marcel Gauchet, estudioso francés de los procesos de constitución de las democracias modernas, explica con lucidez cómo se articulaban religión y política y en qué ha devenido esta relación. La religión fue un principio estructurante de la sociedad. Ya no lo es porque la sociedad civil tiene otros modos de organización. El Estado cumple funciones que antes cumplían las religiones. Pero en esta distinción, Gauchet no sólo reconoce que el Estado ha tomado la posta de la función religiosa. El subraya que las religiones descansan sobre algo anterior, sobre un pasado inmemorial y su procedimiento consiste en asegurar la permanencia de dicho pasado. La sociedad civil reunida en torno al Estado, en cambio, una vez que adquirió su autonomía, se puso a mirar hacia el futuro.
El ultraconservadurismo vive de un concepto de religión que no está a la medida del adulto porque se ha dejado atar por un pasado no reflexionado como ocurría en las religiones de carácter mágico. No creo que la religión sea mágica. Nuestra religión, como la mayor parte de ellas, lo fue en algún momento, pero las bases de la religión cristiana no están en un pasado inmemorial, sino en un futuro que nos llama desde hace mucho. Aun cuando haya quienes temen toda novedad porque han perdido la esperanza en la vida, no deberíamos dejarnos engañar, ni contagiar ese desánimo; y menos aún deberíamos olvidar que podemos mirar a la vez al futuro, como una sociedad civil autónoma, y conservar la necesaria dosis de animación espiritual. La Iglesia tiene y tendrá un espacio en las sociedades civiles contempoaráneas y en la constitucion de las democracias si sabe revisar sus instrumentos para interpelar al mundo.
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