Para quienes hemos vivido en los años ochenta no es difícil recordar lo que significaba en ese entonces una ideología. No se trataba simplemente de un conjunto de ideas, ni mucho menos de un aparato conceptual inherente a nuestra vida; era un sucedáneo del argumento. En efecto, la ideología se ofrecía como reemplazo del largo y, a veces, penoso esfuerzo de argumentar. Cierto, varios autores pos-marxistas han evaluado el término de ideología y de alguna manera reivindican en término porque después de todo parece que siempre poseemos una ideología a través de la cual vemos la realidad. Zizek dice que "de acuerdo al sentido común, las ideologías son algo borroso que confunde la visión directa; las ideologías deberían ser las gafas que distorsionan nuestra visión y la crítica a la ideología debería ser lo opuesto, algo así como quitarse las gafas para poder ver por fin cómo son las cosas en la realidad... esta es la ilusión definitiva. La ideología no se nos impone simplemente, la ideología es nuestra relación espontánea con el entorno social, como percibimos cada significado y lo demás. En cierta forma gozamos de nuestra ideología". Lo que hace Zizek, y no es el único, es convertir la ideología en un punto de vista, en un sistema de creencias en el que siempre estaremos porque se trata de nuestro espacio natural. Cierto, Zizek trastoca el sentido que se había dado a la ideología como falsa conciencia y nos remite al hecho puro y duro de no poder estar fuera de toda ideología porque siempre tenemos un filtro. En este sentido, de acuerdo a lo dicho por Zizek y a mi introducción, todo es susceptible de hacerse ideológico, para bien o para mal, cuando no ponemos una reserva crítica. Por lo tanto, ¿puede haber una ideología de género? Sí, claro, como también hay, sobre todo en este tiempo, una ideología religioso-fundamentalista que se expande como reguero de pólvora.
Me he dado el trabajo de revisar el currículo escolar en las secciones, que entiendo, son polémicas o confusas. El problema mayor del currículo sería distinguir el sexo biológico y el género. En efecto, en buena parte de visiones compartidas, el sexo biológico es masculino y femenino y esta distinción coincide perfectamente con el género. Pero esta visión se ha convertido en un problema; en efecto, si nuestra visión de las cosas se enfrasca en esta tesis no tendremos cómo dar cuenta de una realidad como la que vivimos desde que existe el ser humano, a saber: hay orientaciones sexuales que no se circunscriben al sexo biológico. ¿Es esto nuevo? Para nada. Lo nuevo es el espacio de reconocimiento relativamente tardío en virtud del cual hemos aceptado que el ser humano es, finalmente, más complejo que lo masculino y femenino. Pero esta distinción, presente en el currículo, felizmente está más allá de antiguas ideas que asumían que la orientación sería definida exclusivamente por la socialización: varios experimentos han fracasado y tenemos muchos testimonios de personas que, después de haber recibido una educación estereotipada masculina o femenina, reconocieron que no se experimentaban como la formación se los había sugerido. Estas situaciones siguen siendo parte de una minoría que, repito, antes no reconocíamos, y menos aun, pensábamos que debían tener algún derecho.
En este sentido, hace falta evitar situaciones de pánico que revelan intolerancia, pero también hay que evitar que se imponga una suerte de totalitarismo de la minoría.
Sobre lo primero. Para evitar el pánico hay que señalar con claridad que la distinción entre sexo biológico y género es un hecho que puede corroborarse históricamente y esto no es un problema; es una realidad que hay que acoger y reconocer sin juicios de valor. Servirse de la Biblia para justificar posiciones intransigentes con relación a esta realidad es una vergüenza porque revela que quienes lo hacen no saben leer y que usan la Escritura para comunicar una voluntad de poder. Jesús, no sólo es el hijo de Dios para los creyentes, sino que él mismo se constituye en intérprete de la Escritura y lo hace saliendo de toda literalidad e infundiendo su espíritu para abrirnos a lo que va más allá de la letra, es decir el amor.
Sobre lo segundo. Para evitar el totalitarismo de la minoría, hay que mantener el principio de realidad y en este sentido lo que debe convertirse en divisa de las sociedades civiles es el bien común. Este es un principio en virtud del cual podemos reconocernos y amarnos sin imponer nuestros derechos particulares en el espacio común. Pienso que el espacio común se fortalece en la medida en que hacemos valer nuestros deberes para con los demás. Decir esto es complicado porque estamos muy rezagados en términos de nuestros derechos y esto ha obligado a muchas minorías a salir a reclamar lo que les corresponde frente al Estado, a la sociedad y a Dios. Pero nos hemos contagiado de un ánimo un tanto irracional en el que los deberes se diluyen en virtud de justos reclamos de derechos. Si al Estado le toca asegurar los derechos y lo hace bien, los demás podremos dedicarnos cada vez más y mejor a desarrollar nuestros deberes y, sobre todo, podremos dedicarnos al deber que excede todo deber: el amor.
Así pues, que el Estado haga su trabajo y que lo haga bien y nosotros, la sociedad civil, podremos hacer también lo que nos toca. El currículo es, en este sentido, una oportunidad y no hay que temerle a menos que sintamos que no estamos cumpliendo con nuestro deber en casa.